martes, 4 de diciembre de 2007

Comentario de texto. Cernuda y la generación del 27



SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR


Una lectura crítica atenta de este poema, “Si el hombre pudiera decir...”, no ha de dejar de lado las cualidades que lo han hecho uno de los textos poéticos más famosos de la obra de Luis Cernuda y de la poesía española del siglo XX: el vínculo entre libertad y amor; la necesidad del otro para la complitud personal; la existencia sólo posible como “vida vivida” y el deseo vehemente de existir; el juego erótico y complementario de los pronombres yo y tú.


“Si el hombre pudiera decir...” aparece publicado en el libro Los placeres prohibidos (1931) del poeta sevillano Luis Cernuda. Representa este libro un punto álgido y, al mismo tiempo, la consumación de la inflexión en su obra. Después de libros como Un río, un amor y Oda, elegía, egloga, Donde habite el olvido y Los placeres prohibidos suponen la asimilación de las tendencias vanguardistas que animarán la escritura de los poetas del 27, al tiempo que anticipan la escritura de Desolación de la Quimera, Las nubes o Como quien espera el alba.


Al hablar de Los placeres prohibidos, la crítica se ha referido al surrealismo, un surrealismo español que se traduciría en el uso de versículos y versos libres, la ausencia de rima, la presencia de imágenes visionarias o metáforas impuras, la estructuración más libre del poema, el tono conversacional y la redirección de contenidos hacia lo humano. En definitiva, la escritura en libertad. Los otros grandes libros surrealistas españoles son Poeta en Nueva York de Lorca, Sobre los ángeles de Alberti y Espadas como labios de Vicente Aleixandre. Todos ellos coincidieron en el tiempo y provocaron un cambio de la poesía española hacia su modernidad definitiva. Este espíritu aperturista y renovador, añadido al profundo conocimiento de la literatura tradicional y popular española, así como de la poesía clásica de Góngora, Quevedo, Lope o Garcilaso, convirtieron al grupo de artistas del 27 en una élite intelectual de primer orden. Entre ellos, Cernuda brilla con luz propia y es uno de los autores a los que más se recurre y que más han impresionado a las generaciones posteriores: Jaime Gil de Biedma, Luis García Montero, Eloy Sánchez Rosillo o Vicente Gallego.


“Si el hombre pudiera decir” es un poema que gira totalmente en torno a dos extremos ideáticos:
a) la necesidad humana (y poética) de decir lo que se ama, de expresarse sin tapujos, de hablar de verdad y en libertad, tan frecuentemente condicionada por las convenciones sociales, morales o literarias;
b) la única libertad verdadera, propia, “que me exalta”, “por que muero”, que sólo se concibe en la entrega al otro, que acaba por justificar la existencia.


Sobre esos dos polos temáticos, por otra parte universales del sentimiento humano y de la creación artística, se articulan las demás ideas del texto. Hay una reflexión introspectiva sobre la “verdad de uno mismo”, que no se llama “gloria, fortuna o ambición” -bienes sólo materiales, fungibles, caducos-, sino “amor o deseo”. En este extremo coincide con las ideas de nuestra literatura ascético-mística (San Juan y Fray Luis) y con las convicciones románticas y modernistas. Interesante es también la consideración de la existencia como mezquina, lo que imnplica un proceso vital angustioso, reprimido y, en buena medida, fatal. La existencia social esclaviza la libertad humana, y conduce a la alienación. El enfrentamiento entre “realidad y deseo” deriva en una lucha de carácter agónico, en la que la sola victoria posible es la “libertad del amor”, pura y verdadera.


El texto se estructura en tres grandes estrofas, dispares en su extensión, pero que obedecen a un proceso de “argumentación” sentimental. La primera estrofa se refiere a la imposibilidad de decir lo que se ama; la segunda ensalza el amor como única forma de libertad; la última, concluye sentenciosamnete la justificación de la existencia en el conocimiento del otro, lo que se traduce en verdadera vida.


En cuanto a la forma, el poeta utiliza versos y versículos, exhibiéndose en la libertad métrica, que ha de responder a la libertad interior de lo expresado, y la ausencia de rimas. Eso sí, en absoluto descuida la forma: las múltiples repeticiones, los paralelismos, las anáforas, las composiciones bimembres y complementarias de ideas, imágenes o comparaciones, le confieren al texto un ritmo trepidante, crítico, con cierto sosiego y cierta exaltación. En cuanto a los sonidos interiores, el poeta se construye musicalmente a base de recurrencias fonéticas: rimas internas, pequeñas aliteraciones, etc. En cualquier caso, se puede decir, como quería Alen Ginsberg, que el verso tiene la extensión de los latidos del corazón y que, por tanto, el poema no es sólo creación artística, sino que responde a un estado de excitación interior de carácter exclusivamente vital.


El tono desde el que el sujeto lírico se pronuncia poéticamente es el de la confesión sentimental. Es de anotar que la primera estrofa se construye, en principio, desde la impersonalidad de la tercera persona para acabar recayendo en el yo de “yo sería aquel que imaginaba”; que la segunda estrofa insiste en la primera persona, como personalización e interiorización de las ideas antes extresadas: “Libertad no conozco...”; que la tercera estrofa es presidida por el tú, que ha de colmar la existencia propia.


El lenguaje es exquisitamente cuidado, medido, sopesado a la busca de un efecto poliédrico en el receptor. La elegancia, la propiedad y el buen gusto presiden este texto, lejos del retoricismo, el barroquismo o la falta de naturalidad de otros poetas. La pulcritud estilística y el acierto quedan patentes a lo largo de todo el poema y, en concreto, en versos como “la verdad de su amor verdadero” o “si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”, donde las pequeñas paradojas se resuelven con todo el entusiasmo y la sencillez de la vida vivida de verdad. También es elocuenta la gradación sintáctica, desde la complejidad de la subordinación de la primera estrofa, a la dirección y la simplicidad sintácticas del final. La palabra poética alcanza hondas resonancias desde la sobriedad y la perfección, entre lo conversacional y la intimidad comunicativa.

jueves, 29 de noviembre de 2007

LA LENGUA NO PERTENECE: Jacques Derrida. Entrevista con Évelyne Grossman


Esta entrevista fue publicada en la edición que el mensuario Europe consagró a Paul Celan (año 79, n° 861-862/enero-febrero 2001). Traducción de Ricardo Ibarlucía publicada en Diario de Poesía (nº 58, primavera 2001). Edición digital de Derrida en castellano.

El interés de Jacques Derrida por la poesía de Paul Celan está documentado no sólo en su libro Schibboleth, para Paul Celan (1986), sino también a través de numerosas conferencias, artículos y alusiones en el resto de su obra filosófica. Menos conocido, sin embargo, es el hecho de que fue colega de Celan en la Ecole Normale Superieure de París y llegó a tratarlo hacia 1968. En esta entrevista –publicada en la edición que el mensuario Europe consagró recientemente al poeta (N° 861-862, enero-febrero 2001)–, Derrida regresa sobre su interpretación de la obra de Celan, a la luz de los desarrollos de El monolingüismo del otro (1997).

Évelyne Grossman. -En Schibboleth, libro dedicado a Paul Celan, usted evoca la amistad que lo unió a él poco antes de su muerte. Usted se entrega entonces a una reflexión sobre la datación en los poemas de Celan, habla de la “reaparición espectral” de la fecha y dice: “No me entregaré aquí a mis propias conmemoraciones, no me entregaré a mis fechas”. ¿Podría, sin embargo, hablar un poco de su encuentro con Celan en París, durante 1968, si no me equivoco?

Jacques Derrida. -Intentaré hablar de ello. Ocurre que Celan fue colega mío en la École Normale Supérieure durante largos años sin que lo conociese, sin que verdaderamente nos encontráramos. Él era lector de alemán. Era un hombre muy discreto, muy borroso, inaparente. La presencia de Celan era, como todo su ser y como todos sus gestos, de una extrema discreción, elíptica, borrosa. Eso explica, al menos en parte, que durante varios años no hubiéramos tenido intercambio. Fue después de un viaje que efectué a Berlín en 1968, respondiendo a una invitación de Peter Szondi[i], cuando conocí finalmente a Celan. Peter Szondi, que llegó a ser amigo mío, era gran amigo de Celan, y cuando al poco tiempo vino a París me presentó ante él. Como situación es curiosa, pero al fin me habían presentado a mi colega y habíamos charlado un poco. De ahí dataron una serie de encuentros siempre breves, silenciosos, tanto de su parte como de la mía. Intercambiábamos libros dedicados, algunas palabras y luego desaparecíamos. Tengo el recuerdo de un desayuno en lo de Edmond Jabès[ii]. Éste, que conocía a Celan, nos invitó a los dos a su casa -vivía a unos pasos de la École Normale. Y de nuevo fue la misma cosa: Celan permaneció mudo durante el lapso de una colación y el lapso que siguió a esa colación. Creí que en él había una parte de secreto, de silencio, de exigencia también, que hacía que tomara la palabra no indispensable, y sobre todo sin duda las palabras se intercambian en el curso de una colación. Al mismo tiempo, había en él algo más negativo. Supe por otras vías que a menudo estaba desanimado o colérico o de muy mal humor con respecto al entorno parisino. Tuvo, creo, una experiencia más bien desesperada de sus relaciones con muchos franceses, con universitarios e incluso con colegas poetas o traductores. Creo que fue muy difícil en el sentido de la exigencia y de la paciencia. No obstante, a través de ese silencio, mantenía entre nosotros una gran muestra de cariño y afecto que leí en sus dedicatorias. Se suicidó dos años después, creo. Lo conocí en 1968 o 1969, y entonces el período del que hablo es un período de tres años a lo sumo, aunque en realidad es una secuencia extremadamente breve, sobre la cual medité después de modo más o menos continuo. La memoria de esos encuentros después de su muerte siguió trabajando, reinterpretándose, entrelazada con lo que oí decir de él, de su vida en París, de sus amigos y pretendidos amigos, de los conflictos de traducción y de interpretación que usted sabe. La imagen que viene a propósito de Celan es la de un meteoro, un destello de luz interrumpido, una suerte de cesura, un momento muy breve y que deja una estela que he intentado captar a través de sus textos.


-Usted analiza en Schibboleth lo que llama “la experiencia de la lengua” en Celan, cierta manera “de habitar el idioma” (“firmado: Celan de tal lugar de la lengua alemana, que fue su única propiedad”). Y al mismo tiempo, dice usted, Celan sugiere que hay “una multiplicidad y una migración de lenguas en la lengua misma”: “Tu país, dice Celan, emigra a todas partes, como la lengua. El país mismo emigra y transporta sus fronteras.” ¿Hay que ver aquí un fantasma de pertenencia, lo inverso de un fantasma de pertenencia, o ambas cosas? ¿Cómo se puede comprender el habitar el lugar de una lengua múltiple y que migra?

- Derrida: Antes de tratar de responder a esta pregunta difícil de modo teórico, hay que recordar la evidencia de los hechos. Celan no era alemán, el alemán no fue la única lengua de su infancia y no sólo escribió en alemán. Y sin embargo, hizo todo para, no diría apropiarse la lengua alemana, puesto que justamente lo que sugiero es que no se apropia una lengua sino para soportar un cuerpo a cuerpo con ella. Lo que trato de pensar es un idioma (y el idioma quiere decir lo propio justamente, lo que es propio) y una firma en el idioma de la lengua que hace al mismo tiempo la experiencia de la inapropiabilidad de la lengua. Creo que Celan ensayó una marca, una firma singular que fue una contra-firma de la lengua alemana y al mismo tiempo algo que adviene a la lengua alemana -que adviene en los dos sentidos de este término: que se aproxima a la lengua alemana, que acude a ella, sin apropiársela, sin someterse a ella, sin entregarse a ella, pero al mismo tiempo haciendo que la escritura poética advenga, es decir sea un acontecimiento que marque la lengua. En todo caso es así como leo a Celan, cuando puedo leerlo, porque tengo mi problema con el alemán y con su lengua alemana. Me hallo muy lejos de estar seguro de poder leerlo del modo justo, pero lo que me parece es que toca a la lengua alemana a la vez con respecto al genio idiomático de la lengua alemana, pero también en el sentido en que la hace moverse, en que le deja una suerte de cicatriz, de marca, de herida. Modifica la lengua alemana, toca a la lengua pero, para tocarla, es necesario que la reconozca, no como su lengua, puesto que creo que la lengua nunca pertenece, sino como la lengua con la cual ha elegido expresarse, en el sentido justamente del debate, de Auseinandersetzung, de explicarse con la lengua alemana. Como usted sabe también, Celan era un gran traductor. Pues lo fue como muchos poetas que son traductores: sabía cuál era el riesgo y la apuesta de sus traducciones. No sólo tradujo del inglés, del ruso, etc., sino en el interior mismo del alemán, hizo una operación que se podría quizá sin mucho abuso comprender como una interpretación traductora. Es decir que en su alemán poético hay una lengua de partida y una lengua de llegada y cada poema es una suerte de nuevo idioma en el cual hace pasar la herencia de la lengua alemana. Es una paradoja que sea un poeta que no es de nacionalidad ni incluso de lengua materna alemana el que no sólo haya tenido que hacer esto, sino el que haya impuesto su firma en una lengua que no podía ser para él, aparentemente, otra que el alemán. ¿Cómo explicar que, traductor como fue de tantas lenguas europeas, el alemán haya sido el lugar privilegiado en el cual escribió, firmó su poesía, por más que en el interior del alemán hizo venir otro alemán, u otras lenguas u otras culturas, puesto que hay en su escritura una cruza, en un sentido casi genético, de culturas, de referencias, de memorias literarias bastante extraordinaria, siempre en la condensación mínima, en la cesura, la elipsis, la interrupción?
En cuanto a la cuestión de “habitar como poeta”, evidentemente Hölderlin es una de sus grandes referencias. ¿Qué cosa es “habitar una lengua”, allí donde se sabe que no hay nada propio en ella, que no es posible apropiarse una lengua...


-... y una lengua “que migra”?

- Derrida: ¡Así es! Él mismo ha migrado y ha marcado en la temática de su poesía el movimiento del paso de las fronteras, como en el poema “Schibboleth”[iii]. No quiero enseguida, o muy rápido, o muy fácilmente como se hace algunas veces, evocar las grandes migraciones bajo el hitlerismo, no obstante eso no puede dejar de mencionarse. Esas migraciones, esos exilios, esas deportaciones son el paradigma de la migración dolorosa de nuestro tiempo y evidentemente la obra de Celan lleva toda esta clase de marcas, y su vida.


-Justamente, ya que evoca esta cuestión de las fronteras nacionales y lingüísticas, me gustaría ir a lo que usted llama -en El monolingüismo del otro-[iv] su monolengua. Usted desarrolla largamente esa paradoja de orden general, no solamente la suya: “Sí, no tengo más que una lengua, pero ella no es la mía.” Y subraya: “La guardia celosa que se ha montado junto a la lengua, allí mismo donde se denuncian las políticas nacionalistas del idioma (yo hice lo uno y lo otro), manda multiplicar los schibboleths en tanto desafíos a las traducciones, en tanto impuestos deducidos en la frontera de las lenguas…” Y concluye: “¡Compatriotas de todos los países, poetas-traductores, rebélense contra el patriotismo!” ¿Cómo concibe ese rol político de los poetas-traductores o de los filósofos-traductores que hablan de “la no-identidad en sí de toda lengua”?

- Derrida: Como preámbulo, diría que no se puede, por mil razones muy evidentes, comparar mi experiencia, o mi historia, o mi relación con la lengua francesa y la experiencia de la lengua alemana en Celan. Por mil razones. Dicho esto, lo que escribí allí lo escribí también en memoria de Celan. Sabía que lo que decía en El monolingüismo del otro valía en cierta medida para mi caso singular, a saber tal generación de judíos de Argelia, pero que tenía también un valor de ejemplaridad universal, incluso para aquellos que no están en situaciones históricamente tan extrañas y dramáticas como la de Celan o la mía. Aun cuando no se tiene más que una lengua materna y uno está enraizado en su lugar de nacimiento y en su lengua, aun en ese caso, la lengua no pertenece. No dejarse apropiar hace a la esencia de la lengua. La lengua es eso mismo que no se deja poseer, pero que, por esta misma razón, provoca toda clase de movimientos de apropiación. Porque ella se deja desear y no apropiar, pone en movimiento toda clase de gestos de posesión, de apropiación. El desafío político de la cosa es que justamente el nacionalismo lingüístico es uno de esos gestos de apropiación, un gesto ingenuo de apropiación. Lo que trato de sugerir allí es que, paradójicamente, lo más idiomático, es decir lo más propio en una lengua, no se deja apropiar. Hay que tratar de pensar que allí donde se busca –es el caso de Celan– lo más idiomático de una lengua, uno se aproxima a los que, palpitando en la lengua, no se deja aprehender. Y entonces yo trataría de disociar, por paradójico que esto parezca, el idioma de la propiedad. El idioma es lo que resiste a la traducción, pues lo que aparentemente está atado a la singularidad del cuerpo significante de la lengua o del cuerpo a secas pero que, a causa de esa singularidad, se sustrae a toda posesión, a toda reivindicación de pertenencia. La dificultad política es: ¿cómo estar a favor de la más grande idiomaticidad –lo que hay que hacer, creo– defendiéndose en todo contra la ideología nacionalista? ¿Cómo defender la diferencia lingüística sin ceder al patriotismo, en todo caso a cierto tipo de patriotismo, y al nacionalismo? Tal es el desafío político de este tiempo. Algunos, para combatir al servicio de la causa justa del antinacionalismo, piensan que hay que precipitarse hacia la lengua universal, hacia la transparencia, hacia el borramiento de las diferencias. Me gustaría pensar lo contrario. Pienso que tendría que haber un tratamiento, un respeto del idioma, que no sólo se disocie de la tentación nacionalista, sino de lo que liga la nación a un Estado, al poder de un Estado. Creo que hoy se debería poder cultivar las diferencias lingüísticas sin ceder a la ideología o a la política Estados-nacionalista o nacionalista. La palanca de la política que desearía mover sería ésta: es porque el idioma no pertenece –y no puede entonces devenir la cosa, el bien de una comunidad nacional, étnica o Estado-nacional– que se precipitan hacia él todas las voracidades nacionalistas, todo el frenesí apropiador, y que es muy difícil hacer entender a algunos que se puede amar lo que resiste a la traducción sin ceder al nacionalismo, sin ceder a una política nacionalista. Porque, otro resorte de esta necesidad, a partir del momento en que respeto y cultivo la singularidad del idioma, es que lo cultivo como “mi casa” y “la casa del otro”, es decir que el idioma del otro (el idioma ante todo es otro, incluso para mí, mi idioma es otro) es respetable y por consiguiente debo resistir a la tentación nacionalista que es siempre una tentación imperialista o colonialista de desbordamiento de fronteras. Hay en esto toda una reflexión política que, más allá del corpus del que hablamos, me parece hoy tener un alcance general en Europa y fuera de Europa. Es evidente que hay actualmente un problema con las lenguas europeas, con la lengua de Europa, y que es cierto anglo-americano que deviene hegemónico, irresistiblemente. Todos hacemos la experiencia. Voy a Alemania, hablo el inglés durante tres días, únicamente inglés. Hemos hablado de estos problemas con Habermas, hemos hablado de ello en inglés. ¿Cómo hacer para que una nueva especie de inter-nación como Europa encuentre el medio de resistir a cualquier hegemonía lingüística, en particular la anglo-americana? Es muy difícil, tanto más cuando este anglo-americano violenta no sólo a otras lenguas sino incluso a cierto genio inglés o americano. Estos son debates muy difíciles y creo que los poetas-traductores, allí donde hagan la experiencia que describimos en este momento, son ejemplares políticamente. Son ellos los que han de explicar, de enseñar, que se puede cultivar e inventar el idioma, porque no se trata de cultivar un idioma dado sino de producir el idioma. Celan produjo un idioma, lo produjo a partir de una matriz, de una herencia sin -naturalmente, por razones evidentes- ceder al menor nacionalismo. Son, en mi opinión, esos poetas los que han de dar una lección política a los que insisten sobre la cuestión de la lengua y de la nación.


Lo que acaba de decir sobre la herencia reactivada del idioma en Celan me permite abordar la pregunta que quería hacerle a propósito de la vida y la muerte de las lenguas. Es conocida la frase de George Steiner según la cual no se podría penetrar el enigma de Auschwitz más que en alemán, es decir escribiendo “desde adentro de la lengua-de-la-muerte misma.”[v] Frase evidentemente discutible pero que puede esclarecer tal vez uno de los aspectos de la escritura de Ce6lan. ¿No se podría decir que su experiencia de la lengua sería la de una lengua eternamente viva, puesto que está trabajada por la muerte y la negatividad? Por ejemplo, usted cita en Schibboleth ese verso de Celan: “Habla –/ pero no separes del No el Sí.”[vi] Usted mismo reivindica no renunciar a tener un discurso que puede parecer a veces contradictorio: “Vivo en esta contradicción”, dice usted en alguna parte, “es incluso lo más vivo en mí, pues yo la declaro”.

- Derrida: Sí, con la condición que usted muy claramente enunció de que “mantenerse vivo” es también acoger la mortalidad, los muertos, los espectros (usted habló de “negatividad”). Si es una manifestación de la vida el exponerse a la muerte y guardar la memoria de lo mortal o de la muerte, sí. No quisiera ceder –y estoy seguro de que usted no me invita en esa dirección– a una suerte de vitalismo de la lengua. Se trata de la vida en el sentido en que no es separable de una experiencia de la muerte. Entonces, sí, la primera forma de contradicción es esa, es decir que la vida de la lengua es también la vida de los espectros, es también el trabajo del duelo, es también el duelo imposible. No se trata sólo de los espectros de Auschwitz o de todos los muertos que uno puede llorar, sino de una espectralidad propia al cuerpo de la lengua. La lengua, la palabra, en cierto modo la vida de una palabra, tiene una esencia espectral. Esta sería como la différance: se repite como ella misma y es cada vez otra. Hay una suerte de virtualización espectral en el ser de la palabra, en el ser mismo de la gramática. Y es por tanto ya en la lengua, ahí donde está la lengua, que la experiencia de la vida-la muerte se ejerce.


¿Y es eso de lo que habría que no escaparse?

Así es. Aun si los enunciados que uno firma respecto de esto son o parecen ser contradictorios, ir hacia esto y aquello: hay que cultivar el idioma y la traducción, hay que habitar sin habitar, hay que cultivar la diferencia lingüística sin nacionalismo, hay que cultivar la propia diferencia y la diferencia del otro. Cuando digo: “No tengo más que una lengua y no es la mía”, se trata de un enunciado que choca con el sentido común, que es contradictorio. Esta contradicción no es la contradicción desgarradora de alguien en particular, es una contradicción que se inscribe en la posibilidad de la lengua. Sin esta contradicción, no habría lengua. Por tanto, creo que es preciso soportarlo… es preciso… no sé si es preciso… se lo soporta y eso supone en realidad que la lengua, en el fondo, es una herencia y una herencia tal no se elige: se nace en una lengua por más que se trate de segunda lengua. Para Celan, el alemán. ¿Nació Celan en el alemán? Sí y no. Pero digamos, cuando se nace a una lengua, se la hereda porque estaba allí antes que nosotros, es más vieja que nosotros, su ley nos precede. Comenzamos por reconocer su ley, es decir un léxico, una gramática, todo eso que es casi sin edad. Pero heredar aquí no es sólo recibir pasivamente algo que ya está ahí, un bien. Heredar es reafirmar transformando, cambiando, desplazando. Para un ser finito, no hay herencia que no implique una suerte de selección, de filtro. Por otra parte, no hay herencia más que para un ser finito. Es necesario firmar una herencia, contrafirmar una herencia, dejar su firma donde está la herencia, donde está la lengua que se recibe. Esto es una contradicción: se recibe y al mismo tiempo se da. Se recibe un don pero para recibirlo como heredero responsable, es necesario responder al don dando otra cosa, dejando una marca sobre el cuerpo de lo que se recibe. Son gestos contradictorios, es un cuerpo a cuerpo: uno recibe un cuerpo y deja en él su firma. Este cuerpo a cuerpo, cuando se lo traduce a la lógica formal, ofrece enunciados contradictorios. Entonces, ¿hay que escapar, evitar la contradicción o hay que justificar esta experiencia de la lengua? Yo, por mi parte, elijo la contradicción, elijo exponerme a la contradicción.


-Quisiera, para concluir, pedirle que comentara ese bello pasaje de Schibboleth, para Paul Celan, en el que habla de “la errancia espectral de las palabras”: “esta reaparición no viene a las palabras por accidente, después de una muerte que llegaría a ellas o que las exceptúa. La reaparición es la condición de todas las palabras, desde su primer surgimiento. Siempre habrán sido fantasmas, y esta ley rige en ellas la relación del alma y el cuerpo. No se puede decir que lo supimos porque tuvimos la experiencia de la muerte y del duelo. Esta experiencia nos viene de nuestra relación con esta reaparición de la marca, luego del lenguaje, luego de la palabra, luego del nombre. Lo que se llama poesía o literatura, el arte mismo (no distinguimos por el momento), dice de otra manera cierta experiencia de la lengua, de la marca o de la huella como tales, lo que no es quizá más que una intensa familiaridad con la experiencia poética y filosófica de la lengua (la de Celan y la de ustedes), esta “errancia espectral” de las palabras? ¿Las palabras están eternamente suspendidas entre la vida y la muerte, lo que las hace, como decía Artaud, “sempiternas”?

- Derrida: Lo que intento decir ahí vale para la experiencia del lenguaje en general. Es un tipo de análisis de la estructura de la lengua en general. No me gusta la expresión “esencia” del lenguaje, quisiera dar un sentido más vivo y más dinámico a esta manera de ser, a esta manifestación de la espectralidad de la lengua que valga para todas las lenguas. La experiencia universal corriente de la lengua en general deviene aquí una experiencia como tal y aparece como tal en la poesía, la literatura, el arte. Habría mucho para decir sobre este “como tal”…
Llamaría poeta a aquel que hace la experiencia de esto lo más en carne viva. Quienquiera que haga en carne viva la experiencia de esta errancia espectral, quienquiera que se entregue a esta verdad de la lengua, es poeta, escriba o no poesía. Se puede ser poeta en el sentido estatutario del término en la institución literaria, es decir escribir poemas en el espacio que se denomina “la literatura”. Llamo poeta a aquel que hace el pasaje con acontecimientos de escritura que dan un cuerpo nuevo a esta esencia de la lengua, que la hace aparecer en una obra. No quiero tomar esta palabra “obra” en un sentido fácil. ¿Qué es una obra? Crear una obra es dar un nuevo cuerpo a la lengua, dar a la lengua un cuerpo tal que esta verdad de la lengua aparezca allí como tal, aparezca y desaparezca, aparezca en retirada elíptica. Creo que Celan, desde este punto de vista, es un poeta ejemplar. Hay otros que hicieron en otras lenguas obras igualmente ejemplares, pero Celan, en este siglo, en alemán, ha firmado una obra ejemplar. Esto tiene una vez más un valor general y este valor general se ejemplifica de modo singular e irremplazable en la obra de Celan. Eso vale para todo el mundo y para Celan en particular.


-¿Diría que es necesario haber sido, como Celan quizá, capaz de vivir la muerte de la lengua para poder intentar decir esta experiencia “en carne viva”?

- Derrida: Me parece que, a cada instante, debió vivir esa muerte. De diversas maneras. Debió vivirla en todos aquellos lugares en los que sintió que la lengua alemana era asesinada de alguna manera, por ejemplo por sujetos de lengua alemana que hacían cierto uso de ella: que la lastimaban, la mataban, le daban muerte porque la hacían hablar de tal o cual modo. La experiencia del nazismo es un crimen contra la lengua alemana. Lo que se dijo en alemán bajo el nazismo, eso mismo, es una muerte. Hay otra muerte que es la simple banalización, la trivialización de la lengua. Y luego hay otra muerte que es aquella que no puede advenir a la lengua sino a causa de lo que ella es, es decir: repetición, aletargamiento, mecanización, etc. El acto poético constituye, por lo tanto, una suerte de resurreción: el poeta es alguien que tiene que tratar permanentemente con una lengua que se muere y que él resucita, no ofreciéndole un verso triunfante sino haciéndolo regresar a veces, como un resucitado o un fantasma: él despierta la lengua y para tener verdaderamente en carne viva la experiencia del despertar, del retorno a la vida de la lengua, debe encontrarse muy cerca de su cadáver. Debe estar lo más cerca posible de sus restos, de sus despojos. No quisiera ceder aquí al pathos, pero supongo que Celan tenía constantemente que tratar con una lengua que corría el riesgo de convertirse en una lengua muerta. El poeta es alguien que se da cuenta de que la lengua, su lengua, la que heredó en el sentido que acabo de decir, corre el riesgo de convertirse en una lengua muerta y, por lo tanto, que tiene la muy grave responsabilidad de despertarla, de resucitarla (no en el sentido de la gloria cristiana, sino en el sentido de la resurrección de la lengua), ni como un cuerpo inmortal ni como un cuerpo glorioso, sino como un cuerpo mortal, frágil, algunas veces indescifrable como lo es cada poema de Celan. Cada poema es una resurrección, pero que nos impulsa hacia un cuerpo vulnerable que puede ser de nuevo olvidado. Creo que todos los poemas de Celan permanecen de alguna manera indescifrables, conservan lo indescifrable, y esto puede también apelar interminablemente a una suerte de reinterpretación, de resurrección, a nuevos soplos de interpretación, o bien al contrario, perecer, desaparecer de nuevo. Nada asegura a un poema contra su muerte, ya porque el archivo puede siempre ser quemado en hornos crematorios o en incendios, ya porque, sin ser quemado, sea simplemente olvidado, o no interpretado, o aletargado.
Es siempre posible el olvido.

Comentario de texto. La generación poética de los años 60


“Jaime Gil de Biedma y las confidencias vitales” /A. G. C.

Compañeros de viaje de Jaime Gil de Biedma (1929-1990) es uno de los libros emblemáticos de la poesía española de los años 60. Inaugura una tendencia poética que tiene sus antecedentes inmediatos en Antonio Machado, Luis Cernuda, la poesía inglesa de T.S.Eliot o Wallace Stevens y el tono conversacional de la poesía social de Celaya y que da en llamarse “poesía de la experiencia”.

Comparte la denominada “generación del medio siglo” con Angel González, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo y José Angel Valente. Como suele ocurrir, cada uno de ellos es dueño de una personalidad y un estilo muy acusados. Con todo, comparten algunos rasgos: a) sufrieron las consecuencias de la Guerra Civil, pero no participaron en ella; b) publicaron sus primeros libros en torno a 1955; c) sus principales referentes poéticos son Antonio Machado, Aleixandre, Neruda y César Vallejo, al tiempo que autores de la literatura europea;
Se distinguen en ellos dos etapas. La década de los 50 es la de la reafirmación del compromiso literario, la denuncia de la dictadura, el rechazo del mundo burgués, la estructura narrativa del poema, etc. En los años 60, los poetas realistas pondrán su acento en los temas subjetivos, muestran mayor preocupación por el lenguaje, más lírico y más cuidado, y conciben la poesía como forma de conocimiento y no tanto como comunicación.

El caso de Gil de Biedma es especial entre el de sus compañeros. Nacido en Barcelona en 1929 en el seno de una familia de la alta burguesía, inició sus estudios de Derecho en Barcelona y los continuó en Salamanca, por cuya universidad se licenció. Su poesía, de tono elegíaco, enlaza con la de Vallejo, Antonio Machado y con el delicado erotismo de Cernuda. Aunque su obra no es muy extensa, es una de las que más influencia ha ejercido en las generaciones recientes. Su primer libro, Según sentencia del tiempo, se publicó en 1953. Luego aparecieron Compañeros de viaje en 1959, En favor de Venus en 1965, Moralidades en 1966, Poemas póstumos en 1968, Las personas del verbo en 1975 y 1982, donde recoge su poesía hasta esas fechas. Escribió agudos ensayos literarios, y después de su muerte se editó un diario suyo, Retrato del artista. Murió en Barcelona en 1990.

“Infancia y confesiones”

Dedicado a Juan Goytisolo, es uno de sus poemas más conocidos. Constante en la obra poética de Jaime Gil de Biedma, es el sujeto lírico en primera persona, un yo que deja claro cuál es su preocupación fundamental ante el ejercicio estético: la expresión de la intimidad, de la interioridad, haciéndolo –además- en un tono en que se unen confesión y meditación. Significativa es la alusión al “vosotros” (“algunos años antes de conoceros”). Así pues, tenemos a un poeta que se vale de la poesía para conocerse, como una vía de conocimiento de sí mismo, una revelación de la identidad personal, y al tiempo como forma de comunicación en tanto dirige el discurso a los “compañeros de viaje”. Se dan cita en él la “minoría” inteligente juanramoniana y la “mayoría” fraternal de Machado o Blas de Otero.

“Infancia y confesiones” es claro desde el título. Desde la madurez recuerda –elegíaca, pero vitalmente- sus años infantiles, los años de su “pequeño reino afortunado”. Lo hace –se dice- con cierta vergüenza de clase, como lamentando de alguna forma su riqueza: “Mi familia/ era bastante rica y yo estudiante”; “todo ligeramente egoísta y caduco”; “Yo nací /(perdonadme) en la edad de la pérgola y el tenis”. Es la infancia de un privilegiado que reconoce que “algo sordo perduraba a lo lejos”, “las historias penosas”, las “caras tristes”, “los sótanos sombríos” de una España que huele aún a guerra civil, a pobreza, a miseria y a miedo.

Confiesa Gil de Biedma que desde la infancia “a menudo pensaba en la vida”. Esa mirada vital lo define como poeta de la experiencia. Lo hace desde la naturalidad y la elegancia expresivas. El tono conversacional apenas deja lugar para una retórica buscada o recargada. Apenas haya adjetivos. Se impone un tono narrativo en la línea de la memoria recobrada y la meditación sobre ella.
Utiliza versos heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos, al más puro estilo clásico, garcilasiano o machadiano. Por lo demás, se vale del verso sin rima, apoyando el ritmo en pequeñas repeticiones de palabras y estructuras y en recurrencias temáticas que confieren la precisa unidad al texto.
Junto a José Agustín Goytisolo, José Angel Valente y Claudio Rodríguez representa la esencia de la poesía española en libertad.

Comentario de texto. La narrativa de la generación del 98

“Comentario a lo pasado”. El árbol de la ciencia de Pío Baroja. La novela de la generación del 98. / A. G. C.

Publicada en 1911 e incluida en la trilogía “La Raza” junto a La dama errante y La ciudad de la niebla, El árbol de la ciencia de Pío Baroja es una de las novelas más representativas de la producción barojiana y del noventayochismo. Los tres grandes asuntos en que se centraron los intelectuales de principios de siglo XX se encuentran aquí presentes: por un lado, la preocupación por España en su deseo de reconstruir histórica, política y espiritualmente el país; por otro, el cuestionamiento de los grandes interrogantes metafísicos, desde un punto de vista existencial; finalmente, el interés por el lenguaje, preciso, natural, profundo y nada retórico. Hay que añadir que El árbol de la ciencia, como Niebla de Unamuno o La voluntad de Azorín, es una de esas novelas que se mueven entre el relato y el pensamiento, a medio camino de lo novelístico y lo ensayístico. Es además una especie de “autobiografía novelada”, que desde la distancia –pero también la cercanía y la humanidad- de la tercera persona narrativa hace claras alusiones a la experiencia sentimental, profesional e ideológica del narrador vasco.

La narrativa de Baroja tiene unos antecedentes claros en la literatura española: Cervantes, Mariano José de Larra y Galdós son sus referentes naturales. Al mismo tiempo, es cercana a la obra de Fiodor Dostoievski y se halla imbuida de la filosofía de Arthur Schopenhauer, Inmanuel Kant, Sören Kierkegaard y Friedrich Nietzsche. Por otro lado, la estela de Baroja es feraz: Camilo José Cela, Luis Martín Santos, Miguel Delibes, Alfonso Grosso son deudores de su maestría y su rabia.

En su obra, siendo muy personal, considerándose fuera de grupos o tendencias, hay algunos rasgos definitivos: la absoluta sinceridad, el pesimismo, el escepticismo religioso, el absurdo de la existencia y la falta de confianza en el hombre, el radicalismo liberal político, el inconformismo, la añoranza de acción,… En su concepción la novela es considerada como “obra abierta”, como género proteico y que no ha de “probar una tesis”. En estilo es antirretórico, incisivo y vivaz; los diálogos surgen desde la autenticidad conversacional. Es la suya una voz propia y absolutamente lúcida. Es el narrador puro.

En “Comentario a lo pasado” Baroja analiza crítica y mordazmente algunos aspectos relacionados con el “desastre del 98”, la guerra con Estados Unidos y el clima general del país ante tal suceso. Pertenece este capítulo a la Sexta parte, “LA EXPERIENCIA EN MADRID”, casi en el final de la novela. El devenir personal de Andrés va a quedar marcado de nuevo por un suceso histórico y por las reacciones (o la falta de reacción) de los demás. Se podría decir que Baroja escudriña esa “intrahistoria” de la que hablaba Miguel de Unamuno, el vivir cotidiano y simple de las gentes normales, sus comportamientos, su existencia, lejos de los grandes nombres y los grandes datos de la Historia. “Los manchegos son muy buena gente; pero con una moral imposible”, dice en este fragmento, metáfora de lo español. No en vano, El árbol de la ciencia es, para Joaquín Casalduero, “la sala de disección de España”.

Se habla de la sorpresa desagradable de la guerra, de los alborotos y manifestaciones en las calles, de las opiniones insensatas y las bravuconadas de los periódicos, de la vacuidad del discurso de los políticos, de la pasividad y el desentendimiento de los miembros de su familia, de la debilidad de las fuerzas navales españolas y del desastre, que adivina Iturrioz. Parece que el maestro, el compañero de inquisiciones filosóficas, sea el único que ve con claridad y con sensatez la verdadera situación de España. La objetividad y la crítica, servidas entre la ironía y la acidez, en forma de diálogo, son lo único positivo que Andrés Hurtado destaca en este momento narrativo. “No (vamos) a la derrota, a una cacería. Si alguno de nuestros barcos puede salvarse será una gran cosa.”
Evidentemente los peores pronósticos se confirman: la pérdida definitiva de las últimas colonias, Cuba y Filipinas, y la confirmación de que España es un país sumido en la postración, sin fuerza y sin personalidad a nivel mundial. Lo que indigna a Andrés es “la indiferencia de la gente al saber la noticia”, la pasividad y la indolencia ante el desastre. Por supuesto, la voz de Baroja no puede sino revelarse ante esta sinrazón, aunque lo haga por los caminos del pesimismo. “¿Qué tal te ha ido en el pueblo?”, pregunta Iturrioz. “Bastante mal”, responde Hurtado.

Estilísticamente, Baroja se comporta en este fragmento con la sobriedad, la rapidez y el impresionismo que lo caracterizan. Son rápidas las descripciones, ágiles las notas narrativas, naturales y ácidos los diálogos. “¿Qué le parece a usted esto?” “Estamos perdidos.”
Sorprende, finalmente, la neutralidad pesimista y la contención triste desde la que el novelista vasco afronta los hechos. En ello alientan el afán regeneracionista, la rebeldía y la incertidumbre vital y existencial del autor y el protagonista, su alterego. Es interesante este fragmento, en el conjunto de la novela, puesto que supone la lectura ideológica y espiritual de unos hechos que marcaron el devenir de España y que consumaron una larga tradición de errores e indolencias a todos los niveles. El laconismo y la precisión descriptiva están también presentes en este texto, confirmando el buen hacer novelesco de Baroja y lo único que se muestra con respecto a otros autores del mismo momento literario.